Por primera vez me vi desnudo ante
el espejo ¿Éste soy yo? ¿De verdad soy como me veo? ¿Cómo me ven los demás?
Esta delgadez me intimida frente a los otros. Siento que no atraigo al sexo
opuesto porque parezco frágil, y a las mujeres, según dicen, les gustan los
hombres fuertes, altos. Y yo soy tan bajito, que ya no sé. A veces creo que me
quedé como un niño pequeño. La cara se me ve delicada. Carajo ¡qué lástima que
yo no elegí mi propio cuerpo! Ya me fue dado por los genes de mis padres. Hasta
mi voz al decirme esto se escucha débil y suave. Sin embargo, mis manos y
brazos si son fuertes. Antes de que mi hermano Luis muriera hasta lo podía
cargar, sobre todo cuando se dormía y lo llevaba a la cama ¡Y estaba pesado!
Al fin vacaciones ¡Cómo las esperé!
Este semestre en la prepa estuvo agotador, y desolador. La despedida con
Mariana me dejó secas las lágrimas, en el pozo profundo de la desesperación,
pero creo que ya me estoy recuperando. Seguro que la salida al campamento me va
a acabar de aliviar.
Hace frío y todo está cubierto por
un tenue vapor que abriga la arboleda a la luz de la luna que todavía no se
refugia detrás del horizonte. ¡Tengo que hablarle a Michelle y a Dionisio!
Ojalá ya estén listos, porque son tan flojos. Nunca se paran temprano, ni
cuando hay clases, siempre llegan tarde, son un caos, pero son mis amigos, y ni
modo, hay que soportarlos.
Para mi sorpresa Dionisio ya se
había levantado. Tenía tal entusiasmo que a cualquiera hubiera contagiado ¡Por
supuesto, su papá le iba a soltar el coche, y en carretera! ¡Qué felicidad!
Solos, con coche, y además, con permiso. Prometimos que íbamos a portarnos a la
altura de las circunstancias. Dionisio, extrañamente, aunque es un desmadre,
jamás ha chocado, y hay que decir que tiene coche desde los quince años. Lleva
una larga trayectoria de cuatro años en el manejo de autos, y ¡qué autos! Ese
deportivo compacto en el que viajaríamos estaba de lujo.
Pasamos por Michelle y su hermana
Cristina, a quienes si tuvimos que despertar y esperar, bajo el silencio de una
madrugada prometedora, alumbrada débilmente por el antiguo candil con luz color
de otoño de la calle empedrada, ya que ni la maleta habían hecho.
El amanecer con nubes de mil colores
cambiantes nos tenía atónitos mirando el paisaje que atravesábamos al compás de
la música elegida por Dionisio, quien se precia de tener buen gusto: Vivaldi,
Mozart, Sibellius, y otros que sólo él sabe quiénes son. Claro, por su mamá,
esa gran clavecinista que se la pasa viajando por el mundo de concierto en
concierto. Mi amigo había heredado esa manía por el arte. Pero lo suyo era el
saxofón, el buen jazz y el rock and roll.
Aunque disfrutamos el viaje,
terminamos unos dormidos sobre los otros, estábamos muy cansados por la
desmañada.
Llegamos a nuestro destino en menos
tiempo que los otros integrantes del campamento, y eso que Dionisio se fue
despacio, como le prometió a su padre. El lugar era hermoso, tranquilo. Aún con
el titiriteo provocado por la baja temperatura, y el vaporcillo saliendo de mi
boca, en ese momento comprendí que había cosas que estaban más allá de la
creación humana. La naturaleza se nos manifestaba en todo su esplendor. Con ese
enigma que ningún hombre comprende por completo, fuimos cobijados en su seno.
¿Qué es naturaleza? Es algo anterior al mundo que conocemos. El mundo no podría
ser sin la naturaleza, y quizá ella ni siquiera tiene conciencia de nuestra
presencia, es una diosa ingenua. Tan sólo somos un breve tiempo y un granito de
arena frente a su inmensidad. Y a veces nos creemos los dueños del universo.
¡Qué soberbia la nuestra! Si no somos más que un juguetito de la misma. Tal vez
el ser humano podrá extinguirse por las guerras, los desastres ecológicos, las
enfermedades, pero ella, la naturaleza, seguiría.
El riachuelo que atravesaba las
cabañas de madera en donde dormiríamos a partir de esa noche se movía
traviesamente rodeando las mágicas montañas, o lo que es lo mismo, el plácido
lugar de descanso de los dioses. El aire se adentró por todo nuestro cuerpo y
un fresco aroma de pino abrió nuestros ojos con asombro. Flores y enredaderas
se esparcían sin aparente orden por aquí y por allá. Y sin embargo, aún sin
simetría ni norma alguna la armonía se respiraba en aquel lugar. Tal vez, si
Dios existe, es la unión del instinto salvaje, la luz oscura de la inteligencia
oculta más allá de toda palabra, y la espiritualidad.
Sé que con palabras no podría
describir lo inasible de la naturaleza, pues la palabra no es más que una
pequeña isla en el mar del pensamiento, el pensamiento no es más que un pequeño
jardín en medio del inmenso bosque de la experiencia, y la experiencia humana
no es más que un islote a mitad del todo de la realidad. Sin embargo, el
vocablo es una hebra que recorre de inicio a fin el telar del pensamiento, y se
entreteje con toda nuestra experiencia.[1]
Esa maravillosa aldea nos invitaba
al recogimiento. Nuestras almas se distendían en suspiros, no necesitábamos
hablar, sólo observábamos mientras la naturaleza acontecía en nosotros.
Recorría como una suave brisa toda la columna vertebral de nuestros cuerpos.
Sólo el guardia medio dormido que
nos tuvo que abrir la reja de entrada notó nuestra llegada, pero se alejó
pronto, pues quería aprovechar sus últimas horas de sueño, porque los demás
llegarían a medio día. Al menos eso fue lo que nos dijo. El lugar estaba
completamente solo para disfrute de nosotros. Por supuesto que no íbamos a
perder la oportunidad de recorrer a nuestro gusto aquel delicioso espacio.
Comenzamos a caminar sin rumbo aparente hasta que el río se convirtió en
nuestro guía. La diablilla de Michelle fue la primera en proponer.
—
¡Vamos a nadar! A lo que Cristina contestó.
—
¡¿Con este frío?!
Dionisio y yo aceptamos
inmediatamente. De prisa, llenos de entusiasmo y locura volaron zapatos,
pantalones, faldas, blusas y todo lo demás. No lo podía creer, cuando nos dimos
cuenta ya estábamos completamente desnudos los cuatro. Sin morbo, sin lujuria,
sin vergüenzas ni prejuicios, jugando con el agua helada y risas incontenibles,
como niños pequeños. Realmente éramos amigos, podríamos dormir así hasta
abrazados y no pasaría nada. El sol se asomaba lentamente y fue calentando
nuestros cuerpos. Acostados en la hierba fuimos sintiendo muy despacio cada
parte de nuestra naturaleza, pues ¿qué es el cuerpo sino parte de ella? No nos
podríamos reconocer frente a un espejo sin un rostro ni un cuerpo, seríamos
como vampiros que no encuentran su reflejo del otro lado. No nos sería posible interactuar
con los otros y los objetos del mundo, porque el cuerpo es el medio entre el
mundo interior y el exterior. Michelle, desnuda, salió coquetamente del río, tomó
una manzana y la mordió con gran sensualidad. Personificaba a la naturaleza y
se confundía con ella. Se veía tan bella que se asemejaba a una ninfa que se
disponía a bordar los destinos de los hombres que se atrevían a observar su
belleza. Parecía la misma Artemisa. Y todo lo que la rodeaba contemplaba su
divino juego ¿El secreto de la belleza se esconderá como una pequeña hada entre
la naturaleza?
Horas más tarde llegaron amigos,
conocidos, desconocidos, consejeros. Desde niños de cinco años hasta
adolescentes, casi adultos, como nosotros. Uno que otro adulto joven que
funcionaba como consejero. Todos se extrañaron de vernos muy limpios,
sonrientes, satisfechos... no hicieron un solo comentario.
Al poco tiempo empezamos la amistad
con Felipe y Quetzali, dos seres igual de sensibles que nosotros cuatro y casi
de nuestra misma edad. En Felipe encontré a un hermano, distinto a Luis, más
parecido a mí. Reservado, distraído, soñador, aunque había algo en él que me
resultaba extraño e incomprensible, no sabía exactamente qué era. Quetzali se
hizo muy amiga de Cristina. Después de unas horas iban juntas a todos lados, de
la mano, nunca había visto tan feliz a Cristina, ya le hacía falta. Eso sí que
fue amor a primera vista. Nos dio gusto por ella.
Grupos de seis hombres o seis
mujeres se albergaban en cada una de las cabañas, clasificadas según la edad.
Cada cabaña tenía un consejero, el cual dictaba las actividades del día,
nosotros éramos los mayores del campamento, por lo que nos permitían otras
libertades, como elegir a nuestros compañeros de cuarto. En algún momento de
juego y como parte de las acciones nos pusieron de consejeros.
Las cabañas desprendían un aroma a
pino y a hierba fresca que se combinaba con el humo de la leña de la chimenea
que calentaba el lugar. Recordé a Empédocles al ver que todos los elementos:
tierra, aire, fuego, agua se entrelazaban en un movimiento sonriente que nos
acobijaba. Las sábanas acariciaban con su suavidad nuestra humanidad, los
elementos de la naturaleza arrullaban nuestro descanso.
Un día la lluvia cayó. El cielo se
quebraba, las luces emitidas por los rayos iban y venían sorpresivamente, cada
vez más rápido. El ambiente vibraba entre la luz y la oscuridad permeando una
luz ostroboscópica, como la de las discotecas, que todo lo volvía confuso. El antes
tranquilo río se volvió un toro salvaje que mugía con furia, devorando para sus
entrañas árboles, piedras, hierba y si hubiese podido hasta personas. El viento
silbaba respondiendo con más fuerza al rugido del río. Llegó un momento en el
que el silbido se convirtió en el grito de un animal en el instante mismo del
sacrificio. Era todo un espectáculo natural. Mi memoria regresó a Wilma, a
Stan, huracanes implacables que destruyeron todo a su paso sin compasión
alguna. La gente impotente, sin comida, sin agua para beber, sin refugio, no
tenía otra alternativa que aceptar a la insolente naturaleza, que sin culpa
alguna devoraba su destino.
La naturaleza de repente es una
terrible diosa caprichosa, alteridad[2] violenta que el ser humano por siglos ha
tratado de dominar con su razón, sin lograrlo totalmente. Ante ella, somos casi
nada. No tenemos garras ni fauces; nuestra piel es delicada, vulnerable. Somos
débiles, y desnudos en una selva o en un desierto sólo nos queda esperar el
baile de la muerte. Sin embargo, en masa, pareciéramos los parásitos de la
tierra; con nuestras excrecencias pintamos de rojo óxido los cielos, de café
verdoso, entre múltiples colores, las aguas. Tapamos con selvas de asfalto los
poros de la tierra, destruyendo los paisajes. Por primera vez el ser humano
puede acabar con su planeta, pero lo más probable es que la vida aún así
resurgiría.
Dejó de llover. En la oscuridad del
silencio de la noche un ligero criqueo de grillo se convertía en el fondo de
todo lo real. La experiencia de lo innombrable se expresaba detrás de cada cri,
cri, sumergiéndonos lentamente en el divino sueño de la naturaleza.
Una mañana interrumpí la actividad
del día y fui a mi cabaña. Encontré a un bebé sobre mi cama, vestido apenas con
un pañal de tela, mordiéndose con gran entusiasmo los regordetes dedos de los
pies. Seguramente era el hijo de la señora que limpiaba el cuarto. Apenas
comenzaba a conocer su pequeño cuerpo mediante la inspección, torpemente
coordinaba sus movimientos. Viendo al bebé me di cuenta cómo a través de
nosotros mismos conocemos a la naturaleza, pues nuestro cuerpo es parte de
ella. No lo elegimos, nos es dado. Es nuestro medio para movernos frente al
mundo y reconocernos frente a los otros y frente a nosotros mismos. Nunca
terminamos de conocerlo. El cuerpo, por medio de la sensibilidad,
ininterrumpidamente, nos enseña su sabiduría. ¿El actor o el bailarín son
exploradores natos de su corporalidad. En cada movimiento aprenden a ser
llevados por sus sentidos, en una danza ritual?
Caminaba inundado en mis
reflexiones. Llegó la noche sorpresivamente, los demás ya se encontraban
alrededor de la fogata, y yo, a lo lejos, sentado en el risco de una montaña
cercana me preguntaba ¿cómo es que a través de la observación de la naturaleza
me conozco a mi mismo? Día y noche pasan sin cesar, sin descanso. Los animales
y las plantas nacen, crecen, en muchas ocasiones se reproducen y mueren, una y
otra vez. Quizá la vida y la muerte tienen un pacto, en donde una se alimenta a
partir de la otra, alternando siempre. En el orgasmo, que es el éxtasis de la
vida, uno roza con la muerte.[3] Y nosotros, los seres humanos, no somos más
que una ceniza en el viento de esta fiesta interminable.
Lupe sonrió, pues descubrió porqué
Felipe le parecía extraño. Vio que detrás de un frondoso árbol y en complicidad
con la profundidad de la noche su nuevo amigo se entrelazaba cariñosamente con
Dionisio. La ternura que se mostraban uno al otro se expandía juguetonamente
como las flores en primavera; dejaba ver que un buen amor había surgido entre
ellos ¿El llamado de la naturaleza los apresó implacablemente impulsándolos a
expresar su verdadero ser o ellos eligieron ser así? Qué sé yo. No lo sé. Lo
cierto es que se ven felices, y nadie tendría derecho a quitarles ese bello
fruto que les une el corazón. ¿Hasta dónde la naturaleza, el azar, el ambiente
social, la libertad o la combinación de todo lo anterior nos predispone o nos
determina?
Óscar, como siempre a su lado, por
primera vez, se quedó callado, con la mirada perdida en la hondura del fuego y
la luz de las estrellas, en el silencioso ruido de la brisa nocturna,
acurrucado en la cobija infinita de la oscuridad de la noche.
[2] La alteridad es aquello que refiere tanto “al
otro” como otro ser humano, como a “lo otro” como aquello irreductible a la
razón, al dominio del ser humano, al sí mismo (a uno mismo en su
representación). La naturaleza, la pasión, el erotismo, los otros y lo sagrado
son distintas alteridades.
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