sábado, 17 de septiembre de 2011

Capítulo IX. El divino río de las ninfas.



Por primera vez me vi desnudo ante el espejo ¿Éste soy yo? ¿De verdad soy como me veo? ¿Cómo me ven los demás? Esta delgadez me intimida frente a los otros. Siento que no atraigo al sexo opuesto porque parezco frágil, y a las mujeres, según dicen, les gustan los hombres fuertes, altos. Y yo soy tan bajito, que ya no sé. A veces creo que me quedé como un niño pequeño. La cara se me ve delicada. Carajo ¡qué lástima que yo no elegí mi propio cuerpo! Ya me fue dado por los genes de mis padres. Hasta mi voz al decirme esto se escucha débil y suave. Sin embargo, mis manos y brazos si son fuertes. Antes de que mi hermano Luis muriera hasta lo podía cargar, sobre todo cuando se dormía y lo llevaba a la cama ¡Y estaba pesado!
       Al fin vacaciones ¡Cómo las esperé! Este semestre en la prepa estuvo agotador, y desolador. La despedida con Mariana me dejó secas las lágrimas, en el pozo profundo de la desesperación, pero creo que ya me estoy recuperando. Seguro que la salida al campamento me va a acabar de aliviar.
      Hace frío y todo está cubierto por un tenue vapor que abriga la arboleda a la luz de la luna que todavía no se refugia detrás del horizonte. ¡Tengo que hablarle a Michelle y a Dionisio! Ojalá ya estén listos, porque son tan flojos. Nunca se paran temprano, ni cuando hay clases, siempre llegan tarde, son un caos, pero son mis amigos, y ni modo, hay que soportarlos.
      Para mi sorpresa Dionisio ya se había levantado. Tenía tal entusiasmo que a cualquiera hubiera contagiado ¡Por supuesto, su papá le iba a soltar el coche, y en carretera! ¡Qué felicidad! Solos, con coche, y además, con permiso. Prometimos que íbamos a portarnos a la altura de las circunstancias. Dionisio, extrañamente, aunque es un desmadre, jamás ha chocado, y hay que decir que tiene coche desde los quince años. Lleva una larga trayectoria de cuatro años en el manejo de autos, y ¡qué autos! Ese deportivo compacto en el que viajaríamos estaba de lujo.
         Pasamos por Michelle y su hermana Cristina, a quienes si tuvimos que despertar y esperar, bajo el silencio de una madrugada prometedora, alumbrada débilmente por el antiguo candil con luz color de otoño de la calle empedrada, ya que ni la maleta habían hecho.
        El amanecer con nubes de mil colores cambiantes nos tenía atónitos mirando el paisaje que atravesábamos al compás de la música elegida por Dionisio, quien se precia de tener buen gusto: Vivaldi, Mozart, Sibellius, y otros que sólo él sabe quiénes son. Claro, por su mamá, esa gran clavecinista que se la pasa viajando por el mundo de concierto en concierto. Mi amigo había heredado esa manía por el arte. Pero lo suyo era el saxofón, el buen jazz y el rock and roll.
        Aunque disfrutamos el viaje, terminamos unos dormidos sobre los otros, estábamos muy cansados por la desmañada.
       Llegamos a nuestro destino en menos tiempo que los otros integrantes del campamento, y eso que Dionisio se fue despacio, como le prometió a su padre. El lugar era hermoso, tranquilo. Aún con el titiriteo provocado por la baja temperatura, y el vaporcillo saliendo de mi boca, en ese momento comprendí que había cosas que estaban más allá de la creación humana. La naturaleza se nos manifestaba en todo su esplendor. Con ese enigma que ningún hombre comprende por completo, fuimos cobijados en su seno. ¿Qué es naturaleza? Es algo anterior al mundo que conocemos. El mundo no podría ser sin la naturaleza, y quizá ella ni siquiera tiene conciencia de nuestra presencia, es una diosa ingenua. Tan sólo somos un breve tiempo y un granito de arena frente a su inmensidad. Y a veces nos creemos los dueños del universo. ¡Qué soberbia la nuestra! Si no somos más que un juguetito de la misma. Tal vez el ser humano podrá extinguirse por las guerras, los desastres ecológicos, las enfermedades, pero ella, la naturaleza, seguiría.
         El riachuelo que atravesaba las cabañas de madera en donde dormiríamos a partir de esa noche se movía traviesamente rodeando las mágicas montañas, o lo que es lo mismo, el plácido lugar de descanso de los dioses. El aire se adentró por todo nuestro cuerpo y un fresco aroma de pino abrió nuestros ojos con asombro. Flores y enredaderas se esparcían sin aparente orden por aquí y por allá. Y sin embargo, aún sin simetría ni norma alguna la armonía se respiraba en aquel lugar. Tal vez, si Dios existe, es la unión del instinto salvaje, la luz oscura de la inteligencia oculta más allá de toda palabra, y la espiritualidad.
       Sé que con palabras no podría describir lo inasible de la naturaleza, pues la palabra no es más que una pequeña isla en el mar del pensamiento, el pensamiento no es más que un pequeño jardín en medio del inmenso bosque de la experiencia, y la experiencia humana no es más que un islote a mitad del todo de la realidad. Sin embargo, el vocablo es una hebra que recorre de inicio a fin el telar del pensamiento, y se entreteje con toda nuestra experiencia.[1] 
         Esa maravillosa aldea nos invitaba al recogimiento. Nuestras almas se distendían en suspiros, no necesitábamos hablar, sólo observábamos mientras la naturaleza acontecía en nosotros. Recorría como una suave brisa toda la columna vertebral de nuestros cuerpos.
        Sólo el guardia medio dormido que nos tuvo que abrir la reja de entrada notó nuestra llegada, pero se alejó pronto, pues quería aprovechar sus últimas horas de sueño, porque los demás llegarían a medio día. Al menos eso fue lo que nos dijo. El lugar estaba completamente solo para disfrute de nosotros. Por supuesto que no íbamos a perder la oportunidad de recorrer a nuestro gusto aquel delicioso espacio. Comenzamos a caminar sin rumbo aparente hasta que el río se convirtió en nuestro guía. La diablilla de Michelle fue la primera en proponer.
    ¡Vamos a nadar! A lo que Cristina contestó.
    ¡¿Con este frío?!
Dionisio y yo aceptamos inmediatamente. De prisa, llenos de entusiasmo y locura volaron zapatos, pantalones, faldas, blusas y todo lo demás. No lo podía creer, cuando nos dimos cuenta ya estábamos completamente desnudos los cuatro. Sin morbo, sin lujuria, sin vergüenzas ni prejuicios, jugando con el agua helada y risas incontenibles, como niños pequeños. Realmente éramos amigos, podríamos dormir así hasta abrazados y no pasaría nada. El sol se asomaba lentamente y fue calentando nuestros cuerpos. Acostados en la hierba fuimos sintiendo muy despacio cada parte de nuestra naturaleza, pues ¿qué es el cuerpo sino parte de ella? No nos podríamos reconocer frente a un espejo sin un rostro ni un cuerpo, seríamos como vampiros que no encuentran su reflejo del otro lado. No nos sería posible interactuar con los otros y los objetos del mundo, porque el cuerpo es el medio entre el mundo interior y el exterior. Michelle, desnuda, salió coquetamente del río, tomó una manzana y la mordió con gran sensualidad. Personificaba a la naturaleza y se confundía con ella. Se veía tan bella que se asemejaba a una ninfa que se disponía a bordar los destinos de los hombres que se atrevían a observar su belleza. Parecía la misma Artemisa. Y todo lo que la rodeaba contemplaba su divino juego ¿El secreto de la belleza se esconderá como una pequeña hada entre la naturaleza?
           Horas más tarde llegaron amigos, conocidos, desconocidos, consejeros. Desde niños de cinco años hasta adolescentes, casi adultos, como nosotros. Uno que otro adulto joven que funcionaba como consejero. Todos se extrañaron de vernos muy limpios, sonrientes, satisfechos... no hicieron un solo comentario.
         Al poco tiempo empezamos la amistad con Felipe y Quetzali, dos seres igual de sensibles que nosotros cuatro y casi de nuestra misma edad. En Felipe encontré a un hermano, distinto a Luis, más parecido a mí. Reservado, distraído, soñador, aunque había algo en él que me resultaba extraño e incomprensible, no sabía exactamente qué era. Quetzali se hizo muy amiga de Cristina. Después de unas horas iban juntas a todos lados, de la mano, nunca había visto tan feliz a Cristina, ya le hacía falta. Eso sí que fue amor a primera vista. Nos dio gusto por ella.
        Grupos de seis hombres o seis mujeres se albergaban en cada una de las cabañas, clasificadas según la edad. Cada cabaña tenía un consejero, el cual dictaba las actividades del día, nosotros éramos los mayores del campamento, por lo que nos permitían otras libertades, como elegir a nuestros compañeros de cuarto. En algún momento de juego y como parte de las acciones nos pusieron de consejeros.
        Las cabañas desprendían un aroma a pino y a hierba fresca que se combinaba con el humo de la leña de la chimenea que calentaba el lugar. Recordé a Empédocles al ver que todos los elementos: tierra, aire, fuego, agua se entrelazaban en un movimiento sonriente que nos acobijaba. Las sábanas acariciaban con su suavidad nuestra humanidad, los elementos de la naturaleza arrullaban nuestro descanso.
          Un día la lluvia cayó. El cielo se quebraba, las luces emitidas por los rayos iban y venían sorpresivamente, cada vez más rápido. El ambiente vibraba entre la luz y la oscuridad permeando una luz ostroboscópica, como la de las discotecas, que todo lo volvía confuso. El antes tranquilo río se volvió un toro salvaje que mugía con furia, devorando para sus entrañas árboles, piedras, hierba y si hubiese podido hasta personas. El viento silbaba respondiendo con más fuerza al rugido del río. Llegó un momento en el que el silbido se convirtió en el grito de un animal en el instante mismo del sacrificio. Era todo un espectáculo natural. Mi memoria regresó a Wilma, a Stan, huracanes implacables que destruyeron todo a su paso sin compasión alguna. La gente impotente, sin comida, sin agua para beber, sin refugio, no tenía otra alternativa que aceptar a la insolente naturaleza, que sin culpa alguna devoraba su destino.
           La naturaleza de repente es una terrible diosa caprichosa, alteridad[2] violenta que el ser humano por siglos ha tratado de dominar con su razón, sin lograrlo totalmente. Ante ella, somos casi nada. No tenemos garras ni fauces; nuestra piel es delicada, vulnerable. Somos débiles, y desnudos en una selva o en un desierto sólo nos queda esperar el baile de la muerte. Sin embargo, en masa, pareciéramos los parásitos de la tierra; con nuestras excrecencias pintamos de rojo óxido los cielos, de café verdoso, entre múltiples colores, las aguas. Tapamos con selvas de asfalto los poros de la tierra, destruyendo los paisajes. Por primera vez el ser humano puede acabar con su planeta, pero lo más probable es que la vida aún así resurgiría.
          Dejó de llover. En la oscuridad del silencio de la noche un ligero criqueo de grillo se convertía en el fondo de todo lo real. La experiencia de lo innombrable se expresaba detrás de cada cri, cri, sumergiéndonos lentamente en el divino sueño de la naturaleza.
         Una mañana interrumpí la actividad del día y fui a mi cabaña. Encontré a un bebé sobre mi cama, vestido apenas con un pañal de tela, mordiéndose con gran entusiasmo los regordetes dedos de los pies. Seguramente era el hijo de la señora que limpiaba el cuarto. Apenas comenzaba a conocer su pequeño cuerpo mediante la inspección, torpemente coordinaba sus movimientos. Viendo al bebé me di cuenta cómo a través de nosotros mismos conocemos a la naturaleza, pues nuestro cuerpo es parte de ella. No lo elegimos, nos es dado. Es nuestro medio para movernos frente al mundo y reconocernos frente a los otros y frente a nosotros mismos. Nunca terminamos de conocerlo. El cuerpo, por medio de la sensibilidad, ininterrumpidamente, nos enseña su sabiduría. ¿El actor o el bailarín son exploradores natos de su corporalidad. En cada movimiento aprenden a ser llevados por sus sentidos, en una danza ritual?
        Caminaba inundado en mis reflexiones. Llegó la noche sorpresivamente, los demás ya se encontraban alrededor de la fogata, y yo, a lo lejos, sentado en el risco de una montaña cercana me preguntaba ¿cómo es que a través de la observación de la naturaleza me conozco a mi mismo? Día y noche pasan sin cesar, sin descanso. Los animales y las plantas nacen, crecen, en muchas ocasiones se reproducen y mueren, una y otra vez. Quizá la vida y la muerte tienen un pacto, en donde una se alimenta a partir de la otra, alternando siempre. En el orgasmo, que es el éxtasis de la vida, uno roza con la muerte.[3] Y nosotros, los seres humanos, no somos más que una ceniza en el viento de esta fiesta interminable.
         Lupe sonrió, pues descubrió porqué Felipe le parecía extraño. Vio que detrás de un frondoso árbol y en complicidad con la profundidad de la noche su nuevo amigo se entrelazaba cariñosamente con Dionisio. La ternura que se mostraban uno al otro se expandía juguetonamente como las flores en primavera; dejaba ver que un buen amor había surgido entre ellos ¿El llamado de la naturaleza los apresó implacablemente impulsándolos a expresar su verdadero ser o ellos eligieron ser así? Qué sé yo. No lo sé. Lo cierto es que se ven felices, y nadie tendría derecho a quitarles ese bello fruto que les une el corazón. ¿Hasta dónde la naturaleza, el azar, el ambiente social, la libertad o la combinación de todo lo anterior nos predispone o nos determina?
            Óscar, como siempre a su lado, por primera vez, se quedó callado, con la mirada perdida en la hondura del fuego y la luz de las estrellas, en el silencioso ruido de la brisa nocturna, acurrucado en la cobija infinita de la oscuridad de la noche.



[1]Esta reflexión está inspirada en un texto de Roberto Calasso titulado La literatura y los dioses

[2] La alteridad es aquello que refiere tanto “al otro” como otro ser humano, como a “lo otro” como aquello irreductible a la razón, al dominio del ser humano, al sí mismo (a uno mismo en su representación). La naturaleza, la pasión, el erotismo, los otros y lo sagrado son distintas alteridades. 

[3]Si se quiere profundizar en esta idea es bueno que se consulte El erotismo de Georg Bataille.

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