Iba y venía de la escuela y la
pequeña niña siempre estaba parada en el portón de su casa, con la mirada
triste y taciturna. Me veía entrar al edificio sin despegar su atención de mi
persona. En esos instantes no me parecía importante, pero ahora sé que buscaba
mi ayuda. Algunas veces, de noche, escuchaba sus llantos amargos y en ocasiones
desgarradores, pero tampoco daba importancia. Con los ojos extraviados por el
sueño me dormía plácidamente, sin comprender y, lo peor, sin atender su
desgracia. Nunca pude entender de qué forma podría haber aliviado su dolor.
Tampoco dije nada a mis padres de esto; no sé si ellos también la escuchaban y
la veían.
Un día ocurrió. Al llegar a casa,
una mujer salía corriendo en camisón, gritaba desesperadamente pidiendo auxilio.
No imaginé qué sucedía, pero supuse era la madre de la niña. ¿Quién era esa
niña? Nunca supe su nombre. Días más tarde me enteré de su muerte por
comentarios de doña Conchita, que por cierto vende unas quesadillas deliciosas,
pero es una pinche vieja chismosa que vive devorando el alma de los demás. ¡Sanguijuela!
El padre de la pequeña ¡maldito imbécil! era un hombre que vendía plantas y
usaba cierto tipo de químicos, como herbicidas o matabichos. ¿Qué habrá pasado?
Ella tomó ese veneno. ¿Fue accidental? Tal vez si, tal vez no. Como era
chiquita pudo haberse confundido y pensar que era comida o algún tipo de dulce.
Porque a los niños les gustan los dulces. ¿Fue un suicidio? Quizá la tristeza
la hizo fugarse de su situación, de su malestar, sino ¿por qué esa mirada? ¿por
qué los llantos nocturnos? ¿Fue un asesinato? Sus padres, según la arpía de doña
Conchita, se la pasaban peleando las 24 horas del día. El padre, un inútil que
se gastaba todo en el chupe. Y la madre, vieja panzona y fodonga, echada todo el
día viendo telenovelas. ¡Qué familia!
Mi vida seguía igual, pero yo sentí
que algo había cambiado en mi interior. Jorge, mi compañero de clases, me miró
con burla. Yo conocía la intención de esa mirada. Ni tardo ni perezoso me hizo
señales obscenas al tiempo que me decía “adiós Lupita”, todos rieron a
carcajadas. En ese momento la idea de la muerte fue muy distinta de la que
sentí con el fallecimiento de mi pequeña vecina. Su muerte me causó un gran
impacto. La idea de la muerte giraba en mi cerebro con insistencia. ¿Qué es la
muerte? Me preguntaba. ¿La muerte puede ser sin la vida, o solamente puede ser
a partir de la vida? ¿La muerte se puede compartir, o es propiamente personal?
¿Por qué en ocasiones la deseamos para otros y en otro instante, que puede ser
inmediato al anterior, la rechazamos? En aquellos momentos de ataque que
recibía de mis compañeros de la escuela pensaba ¡Ojalá te mueras, cabrón! Al
rato se me pasaba y me arrepentía, me asustaba el hecho de que mi deseo se
hiciera realidad. ¿Quién no ha querido a veces que alguien muera? ¿Qué pasaría
si todos mis compañeros murieran en un terremoto? ¿Cómo sería mi vida sin
ellos? Tal vez me sentiría mejor. Quizá me sentiría culpable por querer
desaparecerlos. No lo sé.
Me angustiaba pensar en la muerte
sin poder responderme, y de pronto ese maldito de Óscar aparece, como siempre
en el momento menos indicado. Yo trataba de poner atención a la clase y, por
supuesto, a la chica de mis sueños, a la preciosa de Mariana, que nunca se
enteraba de mi existencia. ¿Por qué es tan linda la condenada? Sin embargo
ahora estaba atenta siguiéndole el juego a Jorge, quien me decía “Lupita,
cierra la boca porque se te van a meter las moscas”. Óscar preguntó entonces
¿Qué es la muerte? Era obvio que en ese momento yo no deseaba responderle. Pero
lo que si quería era que Jorge desapareciera del planeta. No cabemos los dos en
él. Le contesté “No lo sé ni me importa, deja ya de moler”, pero él respondió
-¿a poco de veras no te importa?- ¡No! Contesté con furia. Óscar insistió ¿para
qué estás viendo a esa vieja que te trata como a una sabandija? -¿A ti qué te
importa?- Le respondí.
Óscar siempre insiste en sus
preguntas más allá de lo común, a todas horas, en cualquier momento, cuando
menos me lo espero. ¡Es un metiche! Se la pasa cuestionado mis creencias, mi
forma de pensar, mi forma de vivir. ¡A veces no lo soporto! Pero
desgraciadamente no me puedo deshacer de él. Me hace pensar. Hasta en mitad de
la noche interrumpe mis sueños para sumergirme en una explosión de ideas que me
angustian y me hacen sudar. En esta ocasión, como siempre, terminé cayendo en
su juego. Por enésima ocasión me preguntó ¿Qué es la muerte? Yo sin pelarlo
pensaba ¡Ojalá que el pinche Jorge se muera una y mil veces! Óscar inquirió
nuevamente:
—
¿Tú crees que los muertos puedan volver a
morir?
—
Pues no, no es posible. Ya sé que sólo los
vivos mueren.
—
¿Pudiste vivir la muerte de tu vecina?
—
Sí, la sentí.
—
¿A poco pudiste penetrar en su interior?
—
Pues no, pero veía su cara de dolor. Me
acuerdo mucho de ella, e imagino muchas cosas.
—
¿Cómo cuáles?
—
Me imagino que estoy muriendo. A veces sueño
que me estoy ahogando en un pozo, trato de subir por un inmenso túnel, pero
nunca lo logro. La angustia crece más y más. Los latidos del corazón se
aceleran como una locomotora. Siento que mi cara explota y los ojos se me
quieren salir, entonces despierto bañado en sudor. Otras veces sueño que caigo
en el vacío, aunque nunca llego a tocar el piso, siempre está la espera del
golpe final, pero no sucede, y el vértigo de la caída se acrecienta.
—
Entonces ¿Has sentido la muerte, o has sentido
la agonía?
—
He sentido la agonía, ¡no puedo vivir la
muerte porque aún estoy vivo! O tal vez cada día muero un poco, pues a partir
de que empiezo a vivir comienzo a morir.
—
¡Pero los muertos ya no sienten nada!
—
¿Cómo lo sabes?
—
No lo sé, sólo lo intuyo, porque el sentir es
una manifestación de vida ¿o no?
—
Sí, tienes razón. Al menos no se sabe que
alguien haya regresado de la muerte para contarnos qué es o cómo es.
—
¿Tú crees que se puede conocer la muerte?
—
No lo sé. Me parece completamente extraña,
misteriosa y ajena, aún cuando haya experimentado la agonía no he sentido la
muerte en mí, sólo he visto el sufrir de los moribundos que se escapan de este
mundo como plumas llevadas por el viento.
¡Otra vez reprobé el examen de matemáticas!
¡No sé para qué diablos las inventaron! Debería haber una forma más ligera de
aprenderlas. Por ejemplo, a través de una historia sencilla, o de una reflexión
de preguntas y respuestas. Reprobé a pesar de la ayuda de Michelle ¡Qué para el
colmo sacó diez! Seguro que como siempre se la pasa fregándome junto con Jorge
y su bandada de zopilotes le ha de haber causado risa que yo reprobara. Pero
con todo la chava es buena onda. Es la única que de repente me defiende.
Ese día llegué a casa con el examen
reprobado en las manos, con el miedo a la reprimenda de mis padres. Pensé: mi
madre, con sus ojos llorosos de pobre víctima ¡como siempre! va a poner esa
cara neurótica. En suspenso va a esperar la respuesta de mi padre, quien es un
hombre práctico, pero de pocas ideas. ¡A ver con que castigo me sale ahora!
Nadie en casa ¿qué sucede? Sólo un
mensaje escrito “Estamos en el hospital. Come bien, hay cosas en el refri. Tu
hermanito se puso mal”. ¿Qué habrá pasado? ¿Cómo quieren que coman bien si no
sé ni qué pasa? ¿Les hablaré al celular? Pero, ¿cuál es el número? ¡Ah sí, está
anotado en la puerta del refri!
—
¿Mamá... qué pasó?
La madre contesta con voz
entrecortada y nerviosa. -¡No lo sé, no lo sé! Tu hermano se puso mal. No hemos
podido hablar con el médico.
—
¿Dónde están?
—
En el hospital López Mateos. La mujer estalló
en llanto y no pudo continuar la conversación. El padre tomó el teléfono y
ordenó -¡Tú te quedas en casa. Esperas a que nosotros lleguemos o te hablemos! ¿Queda
claro?
—
Sí papá.
Por supuesto que no obedecí. Ustedes
saben que un chavo no acepta lo que dicen sus padres ¿Por qué tendría que quedarme
angustiado a esperarlos? ¿Qué no soy de la familia? Además, quedarme a comer
mal y solo, dejando un regadero en la cocina para que después me den una tunda,
¡ni loco! Me voy al hospital.
Las jacarandas esparcían su color
suavemente por las calles con neblina. Las personas seguían su vida a
tropezones, con ritmo agitado, ignorando el canto de los árboles. La riqueza de
la vida danzaba en los parques por donde el microbús cruzaba. Nadie sabía del
dolor que en ese momento hacia presa a Lupe, quien presentía el barranco negro
de las profundas tristezas.
—
¡Otra vez tú! ¿Ahora qué quieres?
—
Nada, sólo te quiero acompañar.
—
No ves que estoy nervioso, no quiero platicar.
¡Y menos de los delirios que acostumbras lanzarme!
—
Es para que te calmes. No creo que pase nada
serio con tu hermanito ¿o sí?
—
¡No comiences a chingar! ¡Cállate!
—
Pero ¿por qué te molestas? Si sólo te estoy
preguntando. ¿Piensas que le pasa algo malo? Si es un niño muy sano ¿o no?
—
Nunca había sentido tanta angustia, no estoy
seguro porqué. Luis no es enfermizo, pero… es un ser humano, está expuesto a la
muerte. Es frágil y finita su existencia, como la de todos. ¿Qué pasaría si yo
estuviera en la situación de mi hermanito y supiera o previera que voy a morir?
¿Qué haría?
Gente por aquí, gente por allá, todo
parece un caos, como un baile esquizofrénico que no tiene dirección alguna.
Lupe no sabe para dónde ir, mira a la derecha, mira a la izquierda. ¿Dónde
están sus padres? ¿Cómo los encontrará? A la primera persona que ve le pregunta
¿Dónde tienen a los enfermos? El señor le dice, casi riendo “¡Pues en todos
lados! ¿Qué nos ves que es un hospital? Lupe desesperado corre hacia el
interior del sanatorio, choca con su padre, quien molesto le reclama su
presencia.
—
¿Qué diablos haces aquí? ¿No te dije que te
quedaras en la casa?
—
No pude pa. Me angustié mucho. ¿Cómo está Luis?
—
Todavía no sabemos nada. Bueno, no hemos
hablado con el médico, sólo nos dijeron que tiene un aneurisma.
—
¿Un qué?
—
No lo comprendo exactamente. Los médicos dicen
que tiene algo ver con las venas de la cabeza.
—
Pero si en la mañana estaba bien, hasta se fue
a la escuela.
—
Sí, eso me dijo tu madre, pero me llamó al
trabajo y me tuve que salir.
—
¿Dónde está mi mamá?
El padre con la voz temblorosa le
responde:
—
En la Sala de Espera, le dijeron que le iban a
entregar la ropa de Luis, pues al parecer se va a quedar internado, y tal vez
lo tengan que operar, aún no sabemos. Vamos con ella.
La extraña amabilidad de mi padre
auguraba lo peor. Mi madre se veía más triste que nunca, parecería presentir
que Luis se haría acompañar de la que no perdona. Yo no digería aún la
situación; el aspecto de mi mamá me provocó un hueco en el estómago.
Pasaron juntos unos minutos en la
Sala de Espera, pero el tiempo se les hizo eterno. Por fin, el médico salió con
la rigidez de una roca que enfriaba todo por donde pasaba, su rostro
inexpresivo, a punto de quebrarse en el dolor heló a los López, que al unísono
se levantaron de sus asientos para inquirir con la mirada al doctor, quien no
atinaba cómo comenzar a dar la noticia fatal. El padre de Lupe se acercó
lentamente al cirujano y preguntó.
—
¿Cómo está mi hijo?
—
Pues... verá... señor... Hicimos todo lo que
estaba en nuestras manos, pero... se nos fue.
No podía creer lo que miraba. Mi
padre, un hombre de hierro, se desbarató en llanto, quebrándose como un
cristal. De mi madre lo esperaba todo, lágrimas, gritos, desesperación, sin
embargo se quedó impávida, con el rostro lívido, desgarrado, pero sin llorar.
Todos los trámites, tanto para sacar
el cuerpo de mi hermanito del hospital, como para entregarlo a los brazos de la
tierra, su segunda madre, me hicieron pensar que la muerte es un proceso
burocrático, engorroso y sumamente costoso, que contrastaba con el bello rostro
de Luis en el féretro. ¿Cómo pueden estar unidas la muerte y la belleza? ¿Cómo
es posible que familias enteras pierdan los ahorros de toda una vida por
alguien que se va lentamente, carcomiéndoles el alma, que desaparece como polvo
en el viento?
Días después me enteré de lo que era
un aneurisma; llega de improviso, en cualquier momento de la existencia; habita
en la cabeza en un profundo silencio, esperando estallar sin aviso. Si, eso es,
un coágulo que nace de un nudo de venas, y que cualquiera puede tener sin
saberlo: niños, bebés, ancianos, bellas como Mariana, o arpías como doña
Conchita, porque ese intruso no respeta a nadie.
Toda mi familia estaba despedazada
por el dolor de la pérdida y me parecía absurdo todo lo que me rodeaba. ¿Qué
pasó con mi compañero de juegos? El único que realmente me aguantaba ¿Por qué
no pude irme con él? Es cierto, ahora lo sé, la muerte no se puede compartir, y
sin embargo, nos hermana. He perdido a una de las personas más importantes en
mi vida, todavía no lo puedo asimilar. Mi vida y la de mi familia acaban de dar
un giro de 180 grados, hasta se nos nota en la mirada. Estamos tan ilusamente
seguros de la vida que no nos hacemos conscientes de su fragilidad. Sólo me
queda... Óscar.
—
¡Gané todas las canicas, perdiste de nuevo
Lupe! Grandes carcajadas se acumularon en la boca del chiquillo.
—
Eres un tramposo, te aprovechas porque estás
chiquito. Y si te hago algo me acusas con mi papá....
—
Mentiras, eres un mentiroso, siempre mientes.
—
¡Cállate!...
—
Lupe, Lupe, me oriné en la cama, quise llegar
al baño, de veras, de veritas, pero no alcancé. No le digas nada a mi mamá,
porque la última vez me puso a lavar las sábanas.
—
Shhh....no grites, todo mundo se va a enterar,
le diremos que fue Firulais...
Una pequeña risa entrecortada
perfumó las lágrimas que rodaron por el rostro de Lupe al recordar a su
hermano. De alguna forma la muerte le hacía presente su vida entera.
—
¿Estás revalorando tu existencia? ¿Acaso la
muerte de Luis te hizo patente el valor de la vida?
—
Siempre es así. ¿Qué nos hace presente la
muerte si no es la vida misma?
—
¿Tú qué piensas?
—
Quisiera que la gente que uno ama no muriera.
—
¿Qué pasaría si la gente no muriera? ... Si la
gente no muriera ¿quién gobernaría, los jóvenes o los viejos?
—
El mundo sería como el de mis abuelitos:
conservador y aburrido. Nada cambiaría, y nosotros los jóvenes, que seríamos
los menos, estaríamos como sirvientes de la senectud.
No puede ser... una más a la lista.
¿Por qué la gente quiere morir antes de que su tiempo se cumpla? Cristina, la
hermana de Michelle, intentó suicidarse ¡No es posible! Y yo que creía que era
una chava feliz. No se le notaban las intenciones. Parece que fue porque la
dejó su novia, obviamente sus papás no estaban de acuerdo con esa relación. Tan
bonita y tan lesbiana. Llegó a la escuela con las muñecas de las manos
envueltas en dos pedazos de calcetas, parece que no encontró otra forma de
esconder su estupidez. Todos le preguntaban ¿por qué traes dos calcetines ahí?
Ella se limitaba a contestar, furiosa “No te metas en lo que no te importa”, y
se alejaba sin dar mayor explicación.
—
¿La presencia de la muerte nos hace ver la
vida como algo común o como algo único? Me pregunta Óscar.
—
Para mí la vida es algo único, aunque no sé
que sea exactamente. Un don, un milagro, o un bello accidente en el devenir del
cosmos.
La caja de juguetes de Luis era lo
único que mis padres habían dejado en nuestra habitación. La tomé en mis manos,
que de pronto empezaron a temblar. La abrí, y encontré las canicas que siempre
con trampas me ganaba, una agujeta que no sé para qué la guardaba, una foto que
nos tomaron cuando fuimos de vacaciones a la playa, un dibujo de su superhéroe...
que era yo. Esto último es lo que más me sorprendió, pues yo no lo sabía. ¿Cuántas
cosas no sabe uno de la vida de los seres cercanos...?
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